martes, 15 de septiembre de 2015

EL ROBO

La siguiente  historia  la  escribí hace  mucho tiempo así  que  se  notan  las  imperfecciones  tanto  de  tipeo como  de  estilo. Espero que  igual  les  guste.



EL ROBO


  
El machismo está tan metido en el inconsciente colectivo, que ya casi supone una estrategia para enfrentar un mundo tan difícil como el nuestro. Esto lo pude comprobar, escuchando la amarga historia de uno de los amigos que conocí gracias a Carlos y Ruperto. Su nombre era Roberto, hombre más bien macho, sometido a los terribles entuertos de esta existencia, y casi pierde la vida por esta hegemonía de lo masculino. La historia nos la contó una noche cuando jugábamos el oriental “Go”, mismo que aprendió en sus dos años y un día de cárcel.
           
Se los digo en serio, amigos, -comenzó diciendo Roberto- el ser humano está hundido en la más terrible de las miserias. Primero crees saberlo todo y luego te das cuenta que tus más profundas certezas no son más que meras posibilidades.
-Esa es la diferencia entre certeza y convicción –respondí- la primera te hace soberbio, la segunda humilde.
-Pues a mí me hizo idiota, y ya saben que si tengo mi mano derecha mutilada fue por la locura y mi falta de respeto.
-Es un gran mérito reconocer las debilidades –anotó Carlos.
- Brindo por eso –aportó Ruperto.

Roberto no era un mal tipo. Tenía su moral. Para empezar nunca robó a los pobres, despreciaba a los ladrones mala clase que asaltaban los hogares de gente tan desgraciada como ellos mismos, lo que lo convirtió en un terrible enemigo de la zona oeste de la capital, capaz de desmantelar una cámara mientras te está saludando; hábil al punto de sacar un citófono al mismo tiempo que pregunta la hora. Su punto débil constituyó aquella extraña manía de generalizar, al extremo de suponer que todos los miembros de un grupo al que se le caracterizaba por determinado rasgo, debían reproducir invariablemente a todas  las  demás singularidades.
            - Ya saben –prosiguió a la vez que le echaba sal a la generosa cerveza en el local de don Lalo, el lugar de encuentro de mis dos amigos que todo lo que el ser humano supone como cierto se basa en la dicotomía muy irreal del todo-nada, siempre-nunca, todos-ninguno. Esto es todavía más peligroso en el caso de las mujeres.
            _ Volverás al tema de tu mano ¿verdad? –se anticipó Carlos – Pues esta vez y para el recién llegado, quiero oír la historia entera, aunque por favor, lo más exacto posible, sin eufemismo ni ambages. Conozco bien tus narraciones infinitas.
  
Se sirvió un largo sorbo de su helada cerveza y fumó de su cigarrillo hasta el pitillo (he aquí una combinación mortal de la que deberían cuidarse.)
            - Escucha, hermanito, lo que este socio tiene que decir, con Carlos nos hemos ahorrado más de un dolor de cabeza.
- Listo quien aprende de sus errores, sabio quien aprende los errores de los demás.
            - Amén, Carlitos. Bueno,no me doy más vueltas. Aprendan de la desgracia de un hombre que consideró a las mujeres como “secreto conocido”, “lección aprendida”, “escalón superado”. Error, terrible error. Antes contéstame tú, hermanito, lo siguiente: ¿Cuál es el peor enemigo de un hombre? ¿Cuál es el único ser capaz de hacer que un honrado varón se vuelvas mentiroso, maquiavélico, un guiñapo de la noble criatura que fue?
            - Supongo que dado el contexto la respuesta es: Una mujer.
            -¡Exacto! Y ahora ¿cuál es el peor enemigo de una mujer?
            - ¿Un... hombre?
            - ¡Claro que no! El peor enemigo de una mujer es “otra mujer”.El único ser capaz de echar por tierra los abyectos logros de una hembra es otra hembra.
            - Al punto, Robert, al punto –urgieron mis dos camaradas.
            - Allá voy. Las hembras no tienen sentido de gremio. Son mutuo destructivas. Por eso no se hacen rodear por otras del mismo género.  No puede haber dos reinas en una casa, aunque sean madre e hija. No pueden conformarse con dejar al hombre que aman a otra, por muy amigas que sean.
            - Esa es la generalización más tonta que he escuchado.
            
Carlos, que terminaba de servirse el contenido de su jarra de cerveza, me miró muy serio y me aclaró:
            - Oye, no es tonta, obedece a una profunda reflexión sobre la existencia de las cosas. No tiene nada, pero es que nada de malo.
            - ¡Cierto! –aseguró Ruperto- el tema aquí, puesto que conozco la historia de Roberto es el problema de la excepción.
            - Precisamente esto fue lo que casi me mató. Escucha hermanito y aprende de los errores de un hombre que ha sobrevivido al absurdo lógico que constituye en la vida práctica, en la profesión de cualquiera, la existencia de una excepción.
            
“La vieja de la casa de odiosos cuatro pisos era una más de las ricachonas que nunca se ganó el sustento. Hija del padre adecuado, se casó con el marido adecuado y educó al hombre adecuado ¿entiendes? Era el prototipo, el paradigma de la mujer que se merece que al menos una vez en la vida, alguien le enseñase que no lo tendría todo en bandeja de plata. La vieja era patética. Teñida de rubio hasta más no poder, con arrugas para regalar, con un ceño fruncido como la señora acostumbrada a dar órdenes... y a la que, más encima hay que tratarla en diminutivo ‘Lucita, Marita, Gemita’, ¡Uf! No las soporto. Además tienen la típica mansión, una fortaleza victoriana con tres guardias, un perro rodweiler más bravo que la cresta, citófono empotrado al costado izquierdo de un portón enorme lleno de pulidas tablas que impiden mirar hacia dentro, con una decorativa cámara moviéndose de izquierda a derecha y de derecha a izquierda, y una chapita de la empresa responsable de la seguridad. Estas señoras son verdaderas arpías que tienen durante la noche una niñita medio tonta, a la que no le otorgan carácter femenino, o un mozuelo bien intencionado pendiente del timbre de la ama de casa. Todo lo descrito, y podría seguir toda la noche indicándote el lugar exacto de la piscina, las medidas del ventanal, el número de habitaciones y podría decirte cuánto regatearon por el precio de la cerámica. Son todas iguales, aburridamente idénticas... y, debo decir, que para un ladrón de mi experiencia, cómodamente típicas. Como ella, le he hecho el trabajito a otras cuántas misias, por lo que tenía muy claro el procedimiento. Los guardias son lo más inútiles que hay. Ya como a las cuatro de la mañana no sirven ni para asustar a un gato. La cámara tiene un ángulo ciego por el que puedes deslizarte como por un corredor. Al perro le tiras un perrita en celo y en menos de un minuto el cancerbero se transforma en baboso engendro lastimero. Desconectar las alarmas es juego de niños, hasta los principiantes pueden hacerlo. Al mozo, o mozuela, lo interceptas cortando la línea de comunicación desde la pieza de la señora. Todo es tan fácil, tan preclaro, diáfano, tan sencillamente determinado por leyes ancestrales del funcionamiento de las cosas que ni podrías imaginar que algo no saliese como lo has previsto.
            - ¿Y? –pregunté.
            - Bueno, que me decidí a visitar a la vieja. En efecto, esperé hasta que los tres guardias cayeran bajo el influjo de Morfeo. Lento pero seguro, avancé entre las sombras hasta llegar al dichoso punto donde la cámara no te divisa aunque tenga seis lentes. Como por mi casa llegué hasta el portón donde corté los hilos de la alarma. ¡Uf! En treinta años siguen usando el mismo viejo sistema del cableado; eso está obsoleto, y como aquí nadie tiene mucha idea de seguridad, le siguen pagando a los mismos “expertos” por un trabajo inservible. En fin. Pude entrar fácilmente. Fue en ese momento que la Pupy, la perrita del Jote, me ayudó. Otra vez en celo, esta canina era mi distractor para el rodweiler que me iba a encontrar ¡Y justo! Ladrando un par de veces, mismas que no me preocuparon pues estos monstruos le ladran hasta a las polillas, por lo que ya no llaman la atención de nadie, se me apareció el rostro del más terrible de los canes domésticos. Cuando se me iba a lanzar, le solté a la Pupy, rociada de un líquido especial que aumentaba el olor de las perras en celo. Mi cómplice de cuatro patas salió corriendo para el fondo del sitio, y detrás salió el devorador negro cuyo nombre no supe ni me interesó nunca.
            “Listo, me dije, ya no tengo enemigo que se me oponga. De aquí a la sala, al comedor y hasta, con suerte, la caja de seguridad de la señorona. Era como se dice “llegar y llevar”. Y así hubiese sido. En sólo quince minutos como todo un profesional, tenía mi bolsa llena de cosas realmente buenas: candelabros, vajilla, relojes, cachivaches electrónicos...
            - ¿Y todo eso lo podías cargar?
- Oye, hermanito, un ladrón profesional debe tener físico acorde con las exigencias del rubro. En aquel tiempo tenía cuatro sesiones semanales en el gimnasio. Podía cargar, créelo, hasta dos veces mi peso. El hecho es que lo tenía todo listo, con cero molestias y mucha mercancía, y ya listo para irme, ocurrió lo irracional, lo ilógico, lo antinatural, lo imposible.
- ¿Te pilló la dueña de la casa?
            - No.
            - ¿Te agarró el mozo o la niña?
- Tampoco.
            - ¿Los guardias?
            - ¡Menos! Saliendo de la casa, con una amplia sonrisa por el placer de un trabajo bien hecho, precisamente frente a mí, interceptándome la salida como un demonio homérico, mitad dragón mitad no sé qué –en ese instante sorbió lo que le quedaba de cerveza- Decía, en ese momento, vi al odioso rodweiler mirándome como sólo el diablo puede hacerlo. Les juro, me petrifiqué, no podía mover un músculo, todo mi ser se congeló de improviso. Y allí mismo, el maldito perro se me lanzó con tal furia que me tiró al suelo. Enfrenté su mandíbula con mi brazo izquierdo, el que destruyó con sus dientes naturalmente hechos para descarnar a sus víctimas. Tuve que pedir ayuda a gritos, o esa cosa me mataba ahí mismo. Llegó la vieja, el mozo, los guardias, los pacos, los vecinos, los mirones. Entre todos lograron sacarme el animal de encima. Al rato llegó la ambulancia y entre estertores me llevaron a la posta donde hicieron lo que pudieron con mi ya inutilizado brazo.
            - ¿Y en qué falló el plan? –quise saber inocente.
            - La excepción a la regla absoluta, hermanito- aclaró Carlos.
            - Lo que confirma la regla –coreó Ruperto.
            - Así es –terminó diciendo Roberto-, la vieja faltó a la ley natural de las mujeres que no aceptan otras hembras cerca: El perro era perra.

viernes, 4 de septiembre de 2015

EL RELOJ

Y seguimos  con los  microcuentos reencontrados.


EL  RELOJ

 Juanjo podía ser muchas cosas, pero no cobarde.  Olvidadizo, fome, algo cartucho, pero no cobarde, así que  hizo  lo que  debía. Odiaba a los ladrones  más que a los abusones, que son  lo mismo. Por  eso  cuando despertó en el microbús, después de  la  "pestañadita" de  siempre, y vio que  el cretino del lado tenía  su hermoso reloj Omega,  regalo de  su padre, algo en él, algo atávico, telúrico, simiesco,   lo convirtió en "el otro" que  todos  llevamos  dentro.
     - ¡Pásame  el reloj, desgraciado, pásamelo, o te saco la cresta aquí mismo!
Juanjo  sonó seguro,  metálico, peligroso, por  lo que el tipo se sacó el reloj y se  lo entregó sin la  menor  protesta. En el fondo son unos pusilánimes.  Se bajó a  las  tres  cuadras  siguientes. 
Juanjo tenía  en los  ojos un  brillo  invencible como  quien acaba de salvar  una  ballena, o de auxiliar a una abuelita en apuros.
Cuando llegó al trabajo, el jefe le comunicó:
    - Don Juan, llamó su señora. 
    - ¿Pasó algo malo?
    - No, nada malo, sólo  que  no fuera  tan cabeza de  pollo.
    - ¿Qué  se  me  quedó en la casa?
    -  Su reloj.